Editorial Cuneta: febrero 2012

sábado, 25 de febrero de 2012

“No puede poblarse el mundo / sin las huellas que desatan / el misterio animal del origen”: sobre cajita americana de Luz Astudillo Por J. Marchant




¿Los vivos y los muertos? No: los vivos

y el recuerdo de los muertos en la memoria de los vivos.

Lazo de memoria.

Paul Ricoeur


Lazo de memoria este libro, cajita americana nos traslada a la imagen de la sepultura, a nuestros muertos –“no nos desembarazamos de los muertos, jamás terminamos con ellos”, dice Ricoeur–, al instante en que la letra se detiene para encontrarse con lo radical: la muerte ha desplazado su condición de destino –el ser desde siempre está predestinado a su acabar– y se transforma en un acontecimiento. En ese acontecimiento que deviene cementerio silenciado por el discurso histórico tradicional, la voz de cajita americana se sumerge, a veces como portavoz de esos “lamentables superhéroes” que recobra en su decir y otras, perforada por su contemporaneidad, se transporta al pasado y retorna a la escritura con el eco de los muertos trenzado en su propia experiencia. Vecindad entre el origen brutal del mestizaje latinoamericano y esa experiencia que delata la voz acerca de la búsqueda de su propio origen. Próximos a una mujer que lava su corazón y que, como último acto, lo enjuaga en el río –como en “Los bombarderos” de Sexton–, los poemas de este libro enjuagan en el río el discurso occidental que entorpece el recorrido y el viaje que implica el gesto de reconocimiento a través de lo latinoamericano. Un viaje que evoca y revive el cuerpo fracturado, “buscar el origen / es deslizarse por las costuras / de cada herida” (34). Así, esta escritura se debate entre el pasado –la recuperación de las voces otras que fueron silenciadas–, el deseo del hogar y, en la insistencia y pulsión de ese deseo, el desarraigo.

Como portavoz de los “pueblos ahogados” o de los “huérfanos de historia”, esto es, el origen indígena que atraviesa todo el libro, ni en los acontecimientos ni en el lenguaje halla resguardo o calma. Por una parte, el paisaje es un “terreno minado”, espacio inhabitable incluso el hogar –“la casa es un campo de concentración” (11)–, lo que ubica al sujeto en un descampado donde es imposible asirse o encontrar un lugar para recomponerse. Por otra, el yo, incompleto por antonomasia y, en este caso, exhibiendo el sendero transitado para ir constituyéndose a través del lenguaje, se encuentra con una lengua quebrada, representada por la figura de la Malinche. “Hablé de construir refugios en el lenguaje” (30), dice la voz, refugio como quien dice asidero y reconocimiento parcial del ser, calma en cuanto leve apaciguar del debatirse. Pero no. Esta lengua en la que pretende conseguir amparo es una “lengua cortada” y, sobre todo, impuesta. ¿Cómo nombrarse a través de un lenguaje que es simbólicamente la muerte de nuestro “propio” lenguaje? ¿Cómo impostar el nombre y cargar con la nominación que proviene de la violencia? La figura de la Malinche, entonces, ingresa a la textualidad como representante de ese espacio donde dos lenguas –la española y la indígena– se cruzan y colisionan en un solo cuerpo; cuerpo que, a su vez, simboliza y hace posible el momento de la conquista americana: vendepatrias en el discurso popular mexicano, la Malinche, portadora de ambas lenguas y encargada de generar una tercera que haga accesible la comunicación del conquistador, es, además, la madre del primer mestizo reconocido, del inicio y origen de “los hijos caídos”. La Malinche –Malintzin, en realidad– en este poemario aparece como Marina, nombre español proveniente del bautismo, sello que representa el ingreso a la esfera occidental y al bando enemigo. Decir sencillamente Marina no es obviar su raíz indígena, sino –y sobre todo en esta escritura– conlleva mostrar la derrota de un pueblo a través de la “rectificación” e imposición del nombre. A partir de ese campo minado que es la disputa incluso por el nombre, la voz de cajita americana sabe que, a pesar de intentar refugio en las palabras, estas constituyen la lengua como medio de subyugación. Náufraga en palabras ajenas –“lo ajeno de nuestro idioma” (10)– y desarraigada en medio en un paisaje desolador que ha ingresado al espacio privado de la casa –convertida en campo de concentración–, se repliega y ovilla, ahora, en el gesto de evocar la infancia.

“La infancia / que no fue una fiesta / no nombrar” (33), anuncia el poema que le da título al libro. Infancia que es, etimológicamente, infantia en latín, es decir, incapacidad de hablar. Balbuceo y error, al igual que los indígenas que, aprendiendo una lengua impuesta, se vuelven niños en la esfera lingüística y aprendices de palabras que ni siquiera son capaces de simular acercarse a lo que los rodea –recordemos a Colón escribiendo sobre ruiseñores en América, pues no había término en el español para denominar a los pájaros del Nuevo Mundo; “las palabras nos quedaban grandes” (10), dice el poema “Los sin nombre”, grandes como el niño que se disfraza con la vestimenta de su padre y descubre, desde el ropaje, su diferencia–. Este ahondar en la fase de la infancia, en este sentido, es la indagación en el origen del cruce: cuando lo indígena comienza a permearse por lo español y debe reinventarse, acomodarse, volviendo a una etapa iniciática que involucra una borradura de lo propio y, tal vez, una especie de segunda infancia forzosa. Infancia que no fue una fiesta, pues “América es un niño escarbando en la basura” (14): el infante expulsado del mundo del juego para ser sometido al de la necesidad, en el que ha de conformarse con los desechos. El niño que alcanza un juego con los harapos que, en estos poemas, son también ese lenguaje deshilachado que queda de la colisión que implica la conquista lingüística. Palabras como desechos también, de ese balbuceo indígena que, sabiendo que no está en una fiesta, no puede sino mezclar palabras, en un juego del desgarro “como si [sus] primeras palabras fueran juguetes rotos” (30). ¿Qué obrar tiene un nombre? Acaso nombrar significa guarecerse y elidir el temor al vacío del silencio. Esos “huérfanos de nombre” transitan por todos los poemas, esos despojados de palabra y lanzados a una historia que los desplazó y amontonó en la esquina de los innominados; los vencidos diría la historia revisionista, los huachos a quienes les ha sido negada la palabra del padre –“el padre no dibuja su presencia” (26)–. Y es en este acontecimiento lapidario, donde el yo, habitando el recuerdo de lo innombrado, eleva el gesto y “escribe sobre el polvo de las ventanas / sus iniciales ciegas” (27), porque comprende que “los nombres / eran necesarios / para hilar lo frágil de la memoria” (30). No es Marina-Malinche-Malintzin la que recupera su nombre, pues, en estos poemas, su imagen queda lejos, entrando al abismo con “vidrios bajo la lengua” (9), pero sí es este yo quien, no desde balbuceo infantil sino desde la punta del dedo, inscribe y huella el vidrio con las iniciales que, en un intento de restitución, simbolizan la recuperación de la memoria.

“Todo es un jardín construido / tras el último derrumbe” (31), un jardín después de la catástrofe. Pero es “el jardín de atrás” como indica el título. Desde una zona oculta, alejada de la máscara de la fachada y, a la vez, relegada a un lugar secundario, esta voz se embarca en la labor de edificar con eso ajeno que se ha impuesto en lo propio y con lo propio también, que es la experiencia del recorrido revisionista y, sobre todo, reactualizador del acontecimiento de la conquista. Digo aquello de la reactualización porque este libro está poblado de escenas contemporáneas que afirman el horror de la conquista como ciclo que retorna y no como un suceso estacionario: el amante en Nueva York que ignora a la mujer latina (21), los carteles luminosos anunciando otro derrumbe (34), hombres que matan por petróleo (23), por mencionar algunas. Y, en esa devastación que siempre regresa, ella intentando erigir un jardín que es un viaje (31), apretando los ojos –“cerré los ojos para el vuelo” (36)–, en un paisaje donde todo pájaro que pretende volar acaba hundido en el barro. “Un pájaro vuela, yo no puedo volar” dice Prado en ©Copyright, y esta voz, la de cajita americana, presencia pájaros que no vuelan e intenta alzarse imitando lo que ellos no pudieron. Sin resolución, pero sí con un deseo, este libro acaba en la repetición del acto de búsqueda –“descubrir mi identidad de barro” (38)–, sin “salir de América” (38), sino quedándose, como quien resuelve que el único modo de asirse es romper las costuras de la herida. Una cajita americana que es ese juguete roto, primer objeto en el jardín de atrás, “escondida entre el derrumbe de las paredes” (38).

De izquierda a derecha: Julieta Marchant, Luz María Astudillo, Galo Ghigliotto.

jueves, 23 de febrero de 2012

Nota de Patricio Pron sobre "Yo era una mujer casada" de César Aira




A pesar de su rareza, la personalísima poética del escritor argentino César Aira (Coronel Pringles, 1949) puede ser reducida a una pequeña cantidad de elementos que la conforman al tiempo que le sirven de tema: la prescindencia del verosímil como criterio de validación de la narrativa, la concepción de las obras singulares como parte de una enciclopedia escrita por un solo autor, la incorporación del error al método de escritura y el "terminar" como valor superior a la corrección estilística, la preocupación por el método (que Aira llama "el dispositivo") y la producción regular y la publicación incesante como modo de obtención de lo que Aira llamó en algún sitio "un máximo de visibilidad".
Al menos desde 1990 Aira ha escrito y publicado anualmente entre dos y cuatro novelas o novelitas, como prefiere llamarlas. Unos meses atrás Literatura Mondadori publicó en España la magnífica El error al tiempo que la editorial santiaguina Editorial Cuneta lo hacía con Yo era una mujer casada, pero la mención a este ritmo incesante de producción y publicación no pretende realizar simplemente una constatación sino también apuntar al hecho de que este es consustancial con la poética del argentino, cuyos libros tienden a conformar series. En ese sentido, Yo era una mujer casada puede ser puesta en un mismo plano con otras novelas del autor de título similar como Yo era una chica moderna (2004) y Yo era una niña de siete años (2005). A diferencia de las de los libros anteriores, la de Yo era una mujer casada es una mujer vejada por su marido, al que califica de "monstruo" (7); sus monstruosidades tienen, sin embargo, el carácter de una farsa: el marido suele encender los cigarrillos con unas cerillas "con cabeza de átomos de uranio" (10), mastica las cintas de sus carteras y bebe en exceso. Un día le trae a su mujer las cabezas de sus padres en una bolsa, pero ésta resulta ser luego otra de sus bromas, para las que recurre a un escultor amigo. La protagonista debe desplazarse de madrugada por la periferia de la ciudad de Buenos Aires en procura de llegar al trabajo con el que alimenta a su marido, asiste a una batalla alegórica entre "La Recomendación" y "La Compasión" que gana la primera sólo para dar nacimiento a "La Autocompasión, bella como un ángel" (66), sufre una tos persistente debido a un hongo que se desplaza por su cuerpo desde la vagina hasta los pulmones y que los médicos extraen en forma de una gema, se dedica al bordado, vende la joya, el marido comienza a encogerse y ella tiene una epifanía al descubrir una estatua oculta en un jardín.
La producción regular y la publicación incesante no sólo constituyen una forma de obtener "un máximo de visibilidad", sino que también contribuyen a dotar a la obra de Aira de una serialidad que su autor llama "un continuo" y que funciona como método de producción y circulación de su literatura al tiempo que legitimación de la misma. Al igual que otras obras del autor, Yo era una mujer casada constituye parte de la obra de Aira al tiempo que sólo se sostiene como relato de Aira; de esa doble naturaleza de la obra del argentino se extrae también el hecho de que sus temas son los de la totalidad de su obra, que la ensayista argentina Sandra Contreras resume en su seminal Las vueltas de César Aira (2002) como "las vueltas del destino, las potencias demoníacas de la juventud y, tema favorito entre todos, el poder invencible del amor y su versión pesadillesca, el matrimonio" (292-293). A esa sucesión de temas debería agregarse el de la propia obra y sus vínculos siempre complejos con el realismo. Aira abandona la construcción laboriosa del verosímil y reemplaza la sucesión de hechos vinculados lógicamente por el encadenamiento de contingencias sin motivo sobre las que reflexiona. Así, la epifanía que tiene la narradora de Yo era una mujer casada al contemplar la estatua abandonada en el jardín es precisamente cómo narrar (y como vivir, podría agregarse) sin estar constreñida por la causalidad, un descubrimiento que el propio Aira ha hecho hace tiempo y es su principal aporte a la literatura argentina contemporánea:
Yo había vivido en el encadenamiento laborioso de las causas y los efectos. Aunque el trayecto de las unas a los otros suele ser breve como el salto de un pajarito en el césped, ese trayecto, ese saltito, se repite tantas veces al día... qué digo al día: ¡tantas veces por minuto!, que obliga a un movimiento perpetuo, sin descanso. Ese movimiento era el que me había esclavizado, había agotado mis fuerzas, me había dejado a la merced del monstruo de mi marido. [...] El remedio me lo dio la estatua. En ella, en la calma austera de sus átomos, vi cesar el movimiento, es decir [,] el tránsito de la causa al efecto. [...] en ella se encontraban (al fin) [...] la causa y el efecto. Se encontraban y se fundían en un abrazo. De ese abrazo nacía el Realismo. La causalidad no dependía de la sucesión. No había antes y después; un hecho no era causa por haber pasado antes ni otro era efecto por venir después. La causa y el efecto simplemente coincidían [...] (84-85).
Al final de Yo era una mujer casada su protagonista decide trabajar como payaso y piensa en un anuncio que contase su historia, que comenzase por el hecho de que ella era una mujer casada y que llegase hasta el presente de la escritura; al igual que en El volante (1992), ese anuncio es el libro que el lector tiene entre sus manos, que sirve de reclamo a una acción a la que no asistirá y de la que apenas se dan al lector algunas pistas:
Con el tiempo fui abandonando esas taxonomías del espectáculo; era más divertido mezclarlo todo, dejarme llevar en el caos de la representación, perderme y no encontrarme más. [...] ¿Que no lo hacía bien? De acuerdo. Nadie me había enseñado a hacerlo, y nunca me jacté de tener un talento natural. Casi nadie lo tiene, por lo demás, así que no había motivo para lamentarlo especialmente. Pero eso no tenía la menor importancia, tratándose de un payaso. Al contrario. Hacerlo bien habría significado hacerlo mal, y hacerlo tan mal como lo hacía yo era lo más eficaz, en la maravillosa transmutación de valores del payaso (89).
No creo que sea necesario agregar que esa actualización de los criterios que determinan el valor de una obra artística es la que realiza el propio Aira, quien escribió, en El error: "Había una sola puerta, con un cartel encima que decía: ERROR. Por ahí salí" (7). Es una suerte para sus lectores que el autor siga escogiendo para su obra el camino menos transitado.
César Aira
Yo era una mujer casada
Santiago de Chile: Editorial Cuneta, 2010
[Próximo miércoles: Diccionario de literatura para esnobs, de Fabrice Gaignault]


[Publicado el 21/2/2011 a las 11:26] en El Boomerang!

http://www.elboomeran.com/blog-post/539/10445/patricio-pron/cesar-aira-y-la-eficacia-de-hacerlo-mal/